El espinado Espigón

El paisaje mixto compuesto por una miscelánea de chimeneas humeantes, vegetación, humedales y marismas te abstrae inevitablemente mecanizando el pedaleo. Con el GPS mental apagado, decido rodar indefinidamente por la carretera del dique Juan Carlos I hasta que las piernas monten un piquete y se subleven. O hasta que quede eliminado de la exigente prueba del programa ‘Humor Amarillo’ en que se ha convertido el arcén.

Sorteo (se sortea un guarrazo y voy comprando papeletas a cada pedalada) como puedo la primera ráfaga de latigazos indiscriminados de un tímido y oculto follaje que acaricia mis gemelos. Unos kilómetros más adelante, los enclenques aunque molestos hierbajos sueltos pasan a ser robustas ramas, y las chispas (dramatización, puede que no ocurriera) empiezan a brotar de las ruedas de la bici al entrar en contacto con sus radios, cual cuadriga de ‘Ben Hur’. La cosa se pone interesante.

Como si provisto de un sable, sacudo el brazo como un molinillo para apartar los arbustos mientras con la otra mano mantengo el equilibrio del manillar en un desesperando intento por no invadir el carril frecuentado por camiones de gran tonelaje. La dramática disyuntiva circula entre la muerte a pellizcos que te propone sugerentemente la vegetación o acabar como un elemento de tuneado en la carrocería de algún vehículo. Primera criba superada.

Sin tiempo para recuperar el resuello y agradecer a los hados mi supervivencia, toca la fase ‘fucking faquir’. Una irregular y afilada alfombra de diminutos cristales dan la bienvenida y ponen a prueba mi destreza y la resistencia de las ruedas, que por suerte son de montaña y no de carretera, lo cual me aporta una teórica ventaja en la caprichosa ruleta rusa de los pinchazos. Finas capas de arena y gravilla, que se fusionan con aleatorios tapices granulados de asfalto desconchado, examinan también el agarre y estabilidad de la bicicleta, que patina más que rueda en algunos tramos.

Aminoro la velocidad, pongo erguido el cuerpo sobre los pedales para amortiguar un poco el peso y coloco el culo algo respingón (ahora entiendo las bocinas y silbidos que escuchaba por el camino) para no perder aerodinámica. Es turno de rezar (Dios, Alá, Buda, os quiero a todos) un extenso repertorio de plegarias implorando por no escuchar ningún ruido apocalíptico en la estructura de mi bici.

Sin darme cuenta me he adentrado en lo que definiría como el ‘Arca de Noé Zombi’. Regularmente puedes contemplar especímenes de un necrológico safari, donde únicamente los insectos adheridos a la ropa o recorriendo mi espalda por dentro de la camiseta poseen presencia de ánimo.

Una culebra cercenada por la mitad, un erizo tieso como la mojama, un gorrión inerte… lo que disfrutaría Tarantino por ese trayecto. Entre compungimiento, impacto, lástima y temor por correr la misma suerte que aquellos infaustos animalillos, busco en el horizonte algún signo de vida, que encuentro subiendo con sus ocho patas por mi pantalón. Intentar dar un certero ‘galete’ a una araña mientras mantienes la verticalidad sobre la bicicleta debería computar como acrobacia.

Trozos de neumáticos, botes de plástico, carcasas de recambios de coche, envases de todo tipo, vidrios… es el hábitat perfecto para los incendios, en un terreno sin desbrozar y próximo a un paraje natural. Me fascina ver carteles de “espacio protegido” por doquier pero no hallar ni rastro de los custodios que velen por la conservación de unas reservas naturales tan expuestas a agresiones.

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Convertido el sillín en un aparato de gimnasia pasiva para glúteos y posaderas por las vibraciones del estriado firme, es el indicativo de que estoy próximo a la playa del Espigón, el gran olvidado de nuestra prestigiosa red costera. Una bofetada de olor putrefacto y químico pugna con la brisa marina poniendo a prueba mis alveolos, que reciben con resignación y amargura una viscosa masa de oxígeno espeso.

Eso sí, a César lo que es del César, nada más entrar en la playa te topas con varios operarios y grandes maquinarias trabajando en la limpieza de la arena a pleno sol. Además, los accesos peatonales son faraónicas obras arquitectónicas de madera, con pasarelas para atravesar las dunas mucho más decentes que en otros tramos que ostentan la ansiada bandera azul.

Otro acierto ha sido habilitar, desde el pasado 27 de junio y hasta el 6 de septiembre, una línea de autobús, la M-401, para cubrir el trayecto desde la capital hasta El Espigón. Aunque los horarios facilitados por el Consorcio de Transportes son escasos (a las 11.00 y a las 17.00 horas, solo los domingos y festivos), por algo se empieza. Desconozco el tirón que estará teniendo, pero era una iniciativa necesaria.

Esas mejoras deben repercutir también en quienes optamos por medios de transportes más ecológicos y sostenibles como la bicicleta. No veo necesario la construcción de un carril exclusivo, con el arcén disponible es más que suficiente siempre y cuando el mantenimiento de la vía sea efectivo. Actualmente, siendo temporada alta y de mayor afluencia de visitantes, existe cierto abandono institucional en esos tramos viarios, un desdén todavía más flagrante tras el cierre de la época estival. Para los ciclistas, El Espigón es un destino bastante atractivo que disuade de una segunda visita por las deficiencias en el trayecto.   

Artículo publicado el 6 de agosto de 2015 en Huelva24.com

*Foto principal extraída de http://www.playas.es