Caminaba meditabundo y caviloso en una noche de agosto en Huelva y mis pies me llevaron hacia nuestro céntrico desguace de recuerdos por excelencia, el antiguo Mercado del Carmen. En medio de una atmósfera plomiza veraniega, con una escurridiza brisa que jugaba al escondite entre guaridas de hormigón, emergía mi primer bostezo de morsa, que se sincronizaba con el siguiente.
Portaba mi preceptivo cucurucho de la Ibense sostenido formando un ángulo de 90 grados con mi cuerpo (al estilo deportista con la antorcha olímpica), para evitar ‘jaimitadas’. Un ladrido, la luz de una farola titilando, el desafinado silbido de un fosforescente gorrilla desocupado, una lata rodando a trompicones… es todo el espectáculo de variedades sensorial de una velada onubense en plena canícula. Pero entonces, unos acordes visuales me despertaron del trance. Entre la basura, la maleza que crece sin control y los muros medio derruidos, irrumpía en el escenario Elvis Presley. Sí, el rey del rock.
El opulento pendiente de su oreja conquista la atención a varios metros de su ubicación. Esboza un ademán enigmático en su rostro, muy ‘giocondista’. La torsión de sus labios denota cierta fanfarronería y tintes seductores innatos al cantante, aunque también se aproximan a un gesto de desaprobación y repulsión ante las litronas vacías, envases variados y excrementos caninos que se postran a sus pies como si de un pedestal putrefacto se tratara. El artista de Teneesse, de tez resplandeciente y cutis brillante como si de un betún argénteo se hubiera impregnado, no pasa desapercibido como oasis de policromía en medio del más absoluto páramo.
A su vera, un bocadillo. No es que Elvis esté cenando carbohidratos, para mover la pelvis hay que cuidar la línea, es que hay un globo de cómic a su lado que recuerda una de las canciones populares infantiles más desafortunadas: “Al pasar la barca me dijo el barquero, las niñas bonitas no pagan dinero”. Decenas de cuestiones me atribulaban sobremanera cuando mis inocentes oídos eran castigados con aquella retahíla de sandeces: si no pagan dinero, ¿qué pagan entonces? (esta es la que más me inquietaba, ojos que no ven… barca que se estrella), si era fea, ¿entonces pasaba por taquilla?, ¿había una tarifa diferente según los grados de belleza?, ¿por qué la muchacha en cuestión no le espetaba al barquero una sugerencia sobre por dónde podía introducirse la barca?, ¿qué pensaría la esposa del barquero de todo esto?, la que era obligada a pagar por no cumplir con los cánones estéticos, ¿con qué ánimo disfrutaba del paseo?, ¿conservaba todos los dientes el barquero tras tentar tanto a la suerte diariamente?
Aquella efigie de Elvis fue un virulento encontronazo perceptivo en un entorno huérfano de ese tipo de sensaciones. El aturdimiento es el más sibilino efecto que una obra puede suscitar. El desconcierto paraliza y durante ese lapso de tiempo, la incredulidad inaugura un ferviente chaparrón especulador sobre aquello que te agita. Quedas hipnotizado, escrutando cada detalle, buscando ajustar lo que contemplas a unos patrones. Ese zarandeo ineludible es quizás la firma más reconocible del grafitero onubense Adrián Pérez, cuyo alter ego o firma es la de ‘Man o Matic’.
Mi primera sesión con sus obras fue una auténtica terapia de choque, un diván de trazos intrigantes que restauraron a mi mirada de un estado depresivo en el que vagaba con desazón y avidez de estímulos. Sus diseños sorprenden, disgustan, apasionan, intrigan… pero nunca se enmarañan entre las redes de la cotidianidad. Yo, aquel agosto, fui una víctima más que engrosar a su extensa lista de esclavizados por los profundos grilletes de su caudal expresivo.
Agita la realidad y espolvorea en los muros ráfagas de autenticidad moldeadas con las plantillas de sus filtros sociales. No deja indiferente. Incluso los comercios y grandes superficies se lo rifan para decorar sus negocios. Asadores de pollos, peluquerías, conventos, pubs… su versatilidad y calidad le han brindado peticiones desde todos los sectores, siempre con gran aceptación. Natural de Palos de la Frontera, autodidacta y emprendedor, es un cirujano plástico del spray que ha rejuvenecido la vetusta y rancia cara de Huelva, demasiado plana y neutra.
Adrián ha combatido con talento el estigma de gamberrismo como sinónimo de grafiti. De un concepto de arte urbano que huye de las autoridades a obras que dan esquinazo a los convencionalismos, incluidos los de sus propio gremio. ‘Man o Matic’ rompe estereotipos ‘banskianos’ (referido al grafitero británico Bansky), aquella visión del artista nocturno, solitario, clandestino, anónimo y furtivo, que esconde tras un pasamontañas de escapismo y anonimato su carga reivindicativa.
A rostro descubierto, ‘Man o Matic’ desnuda vicios existencialistas o ironiza sobre resortes y automatismos. Animal de calle, es un adicto a la luz onubense, uno de los colores preferidos de su amplia paleta cromática, que cuenta con la húmeda zona del Antiguo Mercado del Carmen como una de sus más prestigiosas exposiciones permanentes.